lunes, 28 de enero de 2013

Llegar a ser personas razonables


Félix García Moriyón
Conferencia en el III Congreso Latinoamericano de Filosofía para Niños
Manizales, Colombia. 23-27 de octubre

Resumen
Razonar bien es imprescindible para todos los seres humanos, tanto en su vida personal como en la convivencia que mantienen en la sociedad. A pesar de ello, son numerosos los errores que cometemos al razonar, sea tomando decisiones o resolviendo problema y tanto en nuestra vida cotidiana como en la decisión sobre cuestiones sociales y políticas de carácter general. Por eso mismo hace falta mejorar nuestra capacidad de razonamiento en general, con el énfasis puesto en el razonamiento formal y el informal, especificando además algunas de las capacidades de razonamiento que pueden resultar más relevantes. Dicha mejora es uno de los objetivos fundamentales del sistema educativo, aunque en la práctica no recibe suficiente atención. Para conseguirlo es necesario aplicar programas de aprender a pensar, entre los que Filosofía para Niños supone una de las propuestas más sólidas y coherentes. El programa recurre a la tradición filosófica occidental, cuidando la calidad de la argumentación desarrollada en la discusión de los temas clásicos de la filosofía, todo ello en el marco de unas aulas convertidas en comunidades de investigación.

Introducción
El lenguaje oficial y políticamente correcto del mundo educativo insiste de manera constante en la importancia de aprender a pensar en el período de la educación formal y obligatoria. Suele argumentarse que eso es necesario en una sociedad compleja en constante cambio, sobre todo tecnológico, y en una sociedad en la que se propone la convivencia pacífica y enriquecedora de personas con diferentes ideas y creencias. Aunque la división entre contenidos y procedimientos en educación no suele ir más allá de su valor analítico y no se puede dar en la práctica, es bien cierto que se pone mucho énfasis en la necesidad de reforzar los segundos más que los primeros. Aprender a aprender o aprender a pensar son, por tanto, objetivos irrenunciables en todo planteamiento educativo que desee hacer frente a los retos del mundo actual. No obstante, si abandonamos el discurso oficial políticamente correcto ya podemos tener algunas dudas de que efectivamente ese sea el núcleo de los objetivos educativos. Más adelante abordaré de nuevo este tema, aunque sea brevemente.
Por mi parte, y desde el marco de referencia que proporciona el esfuerzo de hacer filosofía con niños desde la escuela infantil, estoy totalmente de acuerdo con ese objetivo, si bien me parece oportuno hacer un par de observaciones previas para matizar en qué sentido se defiende la exigencia de aprender a pensar. Desde el enfoque de Filosofía para Niños, tal y como yo lo entiendo, el énfasis se pone en dos aspectos muy importantes. El primero de ellos afecta a la vida personal de todas y cada una de las personas que acuden a una escuela a formarse. Deben desarrollar las capacidades que les permitirán alcanzar una vida dotada de sentido. El Sentido Personal se refiere al significado que cada persona le da a su propia vida. En la búsqueda de ese sentido personal, los individuos deben responderse tres preguntas fundamentales: ¿En qué clase de mundo vivo?; ¿Cómo puedo vivir mejor mi vida para que mis necesidades y valores puedan verse satisfechos?; ¿Quién soy yo? (García y otros, 2002, cap. 5). Es obvio que para este proyecto de plenitud personal resulta imprescindible un adecuado desarrollo de las capacidades cognitivas en general y del razonamiento en especial.
El segundo aspecto que reclama nuestra atención es la necesidad de consolidar sociedades democráticas en las que se plantea como requisito necesario, aunque no suficiente, la capacidad de las personas para participar dialógicamente en la discusión acerca de los objetivos que debe perseguir la sociedad y de los medios más adecuados para alcanzar esos objetivos. Retomando un principio básico de la vida política posiblemente tan antiguo como la humanidad, pero puesto de manifiesto en la opción por una organización democrática tal y como fue planteada por los griegos y retomada por los ilustrados, no se puede entender una democracia sin la existencia de una ciudadanía formada e informada, capaz de pensar por sí misma en confrontación con opciones y concepciones del mundo diferentes a la propia. Es en el siglo XX cuando se plantea esta exigencia con carácter absolutamente universal y se propone arbitrar las medidas adecuadas para que la gente pueda efectivamente ejercerla.
Al margen de estas consideraciones concretas, tenemos también que reconocer que con bastante probabilidad la inteligencia es el atributo más valioso que poseemos los seres humanos y el que más nos diferencia del resto de los animales. Entiendo aquí la inteligencia en un sentido general que es, por otra parte, el que manejan los psicólogos. Me refiero a la aptitud de las personas para desarrollar pensamiento abstracto y razonar, comprender ideas complejas, resolver problemas y superar obstáculos, aprender de la experiencia y adaptarse al ambiente. Tomando palabras literales de Roberto Colom: “Según los científicos, la inteligencia constituye una capacidad integradora de la mente. Una capacidad que permite pensar en modo abstracto, razonar, planificar, resolver problemas, comprender ideas complejas y aprender de la experiencia. La inteligencia no constituye un simple conocimiento enciclopédico, un habilidad académica particular o una pericia para resolver tests, sino que refleja una capacidad más amplia y profunda para comprender el medio ambiente: darse cuenta, dar sentido a las cosas o imaginar qué se debe hacer.” (Colom, 2002, p. 32).
No es de extrañar, por tanto, el interés por mejorar todo lo posible las capacidades de los estudiantes englobadas en ese concepto general que denominamos inteligencia. Se trata sin duda de una capacidad innata, en el sentido de que todos los individuos de la especie la poseen en un grado mayor o menor, y eso se debe a un largo proceso evolutivo que ha permitido el desarrollo de la inteligencia. Eso significa que existen unos límites en las posibilidades efectivas de mejorarla, algo que ya recogía un viejo dicho español: “lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta”. Pero admitido ese condicionamiento de partida, queda un amplio margen para la mejora y desarrollo de la capacidad de razonar. Basta recordar el famoso estudio de Flynn en el que se llamaba la atención sobre el incremento de la inteligencia, en el sentido que la entiendo aquí, en las sociedades occidentales durante los últimos años, incremento que se han encontrado también en otros países (Flynn, 1987; Colom-García, 2002). Nadie sabe con precisión cómo explicar el fenómeno, pero desde luego se ha dado ese incremento significativo. Lo que también se sabe es que determinadas carencias, tanto en alimentación como en educación, tienen un impacto negativo y pueden provocar situaciones de retraso mental. Y sobre el valor de los programas educativos no hay una idea clara, existiendo una combinación del deseo de seguir mejorando nuestra capacidad de intervenir en el desarrollo de la inteligencia y la desconfianza acerca de los resultados de esos esfuerzos (Baumeister, 2000). Lo mismo puede decirse de un programa específico como es el de Filosofía para Niños (Cebas y García, 2004; García y otros, 2002, cap. 4; Colom, García y Rebollo, 2004).
Las carencias en el razonamiento
De lo dicho en la introducción puede desprenderse que la inteligencia, en cuanto capacidad natural a la especie humana, no necesitaría un especial entrenamiento puesto que todo el mundo sabe razonar dado que en ello se le va la supervivencia. Desde una perspectiva evolutiva, un tema tan serio y tan vital para la subsistencia de la especie no puede dejarse al albur de un proceso educativo, incluso contando con el hecho de que un largo período educativo, con una larga infancia, forma parte de los mecanismos que la especie humana tiene para garantizar esa supervivencia. Es más, incluso determinados fallos de razonamiento que pueden detectarse y de los que hablaré a continuación, no lo son si los observamos con algo más de amplitud (Pinker, 1997, cap. 5). No obstante, a la inteligencia, o la capacidad de razonamiento que en el contexto de este trabajo utilizo como términos sinónimos, le ocurre como a cualquier otro órgano del cuerpo humano, o a cualquier actividad, incluyendo las puramente fisiológicas. Se puede hacer mejor o peor y se puede practicar para conseguir que alcance un desarrollo mayo o que se retrase el inevitable deterioro. Hasta aquí no hay dudas al respecto y a ello le dedicamos todos bastantes esfuerzos. De hecho, el largo período de la infancia está vinculado a la necesidad que tenemos los humanos de aprender todo un conjunto de sofisticadas habilidades sociales entre las que se encuentra claro está la capacidad de razonar.
Podemos avanzar, por tanto, que en cuestiones de razonar, lo hacemos aceptablemente bien. Eso sí, esta observación de carácter general no quita el que esté igualmente claro que los fallos en el razonamiento son una constante que nos provoca no pocos quebraderos de cabeza.  Muchos de estos fallos son más bien triviales, como ocurre con las equivocaciones que cometemos al analizar las posibilidades de que algo ocurra o las consecuencias previsibles de una acción; nuestros escasos conocimientos de estadística no dan para mucho y acudimos a heurísticos eficaces, pero demasiado simplificadores. Otros fallos ya pueden tener mayor calado y repercutir de forma negativa o muy negativa en nuestro desarrollo personal. Algunos de ellos porque provocan trastornos psicológicos graves que desembocan en enfermedades de difícil tratamiento, como puede ser el caso de las paranoias. Otros simplemente alteran nuestra vida cotidiana y nos llevan por derroteros poco creativos y empobrecedores a medio y largo plazo, como ocurre con las distorsiones cognitivas. Por último, existen errores de razonamiento que tienen que ver con los problemas sociales o la vida de la comunidad, resultando igualmente nocivos en muchas ocasiones, y eso es lo que ocurre con los estereotipos y los prejuicios.
La cantidad de errores en los que caemos es tanta que algún autor ha llegado a hablar de la irracionalidad humana como el comportamiento habitual, dejando para contadas ocasiones la conducta estrictamente racional (Sutherland, 1996). El abanico de equivocaciones que cometemos al razonar es muy amplio, y va desde aferrarse a la primera impresión que nos provoca algo hasta mostrar un grado desmesurado de obediencia que nos lleva a hacer cosas que no haríamos si nos paráramos a pensar un momento. Por el camino está la capacidad de distorsionar o hacer caso omiso de las pruebas disponibles, realizar inferencias falsas, establecer relaciones erróneas y otros muchos errores de razonamiento. La enumeración podría ser larga y la lectura del libro que acabo de citar es muy ilustrativa. Indagar en las causas que nos llevan a esa irracionalidad práctica es tarea ardua puesto que no podemos limitarnos a una o unas pocas, sino que son variadas teniendo un indiscutible peso aquellas que proceden de la necesidad de atender a demandas diferentes para las que no encontramos un fácil equilibrio. Así, la necesidad de ser aceptado por el grupo puede provocar en nosotros una dañina tendencia a aceptar los prejuicios y estereotipos del grupo, actuando con frecuencia con un celo excesivo. Del mismo modo, la exigencia de tener una imagen aceptable de uno mismo y de mantener un cierto nivel de coherencia, nos induce a distorsionar la realidad en los casos en que no logramos alcanzar nuestras metas.
De los errores más estrictamente lógicos en el proceso de razonamiento se han ocupado con frecuencia los filósofos. El análisis de las falacias que cometemos con cierta frecuencia aparece en las etapas iniciales de la filosofía y se mantiene hasta la actualidad, sin un excesivo enriquecimiento debido a que tanto el repertorio de las falacias como el análisis de las mismas quedó bastante bien definido desde el origen. A Aristóteles, como no podía ser menos, debemos un primer tratado sobre las refutaciones sofísticas que completaba y ampliaba sus estudios sobre el razonamiento, tanto el estrictamente formal como el material. Desde entonces hasta ahora, se han repetido los análisis sobre las falacias mostrando la frecuencia con la que se producen en la vida cotidiana. La recuperación el interés por la retórica en el siglo XX ha vuelto a despertar el interés por las falacias argumentativas, pues es en la argumentación, como ámbito específico del razonamiento, donde más claramente aparecen los sofismas y donde pueden tener consecuencias más negativas (Toulmin y otros, 1977).
Acerca de las distorsiones cognitivas, han sido los psicólogos los que más han profundizado durante el pasado siglo, dado que esas distorsiones provocaban trastornos de personalidad e impedían un desarrollo equilibrado. Posiblemente corresponda a los freudianos, y más en concreto a Anna Freud le mérito de haber llamado la atención de un modo sistemático sobre el problema, con su trabajo sobre los mecanismos de defensa del yo para hacer frente a los problemas planteados por la angustia y el miedo. De algún modo esos mecanismos se encontraban siempre en una frontera inestable entre lo racional y lo inconsciente, aunque su control era decisivo para una personalidad sana. El tema adquirió una mayor amplitud en la segunda mitad del siglo XX con la irrupción de las terapias cognitivas y emocionales, en las que abordar esas distorsiones era el objetivo prioritario de la terapia. Una lectura de las obras, por ejemplo, de Ellis (Ellis, 1980), nos permite desvelar esos atentos análisis sobre el defectuoso razonamiento humano y las erróneas teorías con las que hacemos frente a la realidad. Su objetivo era sobre todo terapéutico. Bajo su influencia, pero bebiendo igualmente en las fuentes de la filosofía clásica, han surgido más recientemente todo un grupo de profesionales de la filosofía que se han dado cuenta del importante valor que puede tener la actividad filosófica para ayudar a la gente a mejorar su relación cognitiva con el mundo que les rodea (Raabe, 2000). No dejan de retomar lo que ha sido característico de la filosofía en muchas épocas, en especial en la antigüedad.
Igualmente graves, aunque con repercusiones más generalizadas, son los errores de razonamiento que se cometen en la vida política y social. . No deja de ser asombrosa la poca racionalidad que se exhibe en la toma de decisiones que afectan a políticas sociales generalizadas, como pueden ser, por poner un ejemplo, las políticas sanitarias en las que se decide dónde y cuánto invertir o a que campos dedicar una atención prioritaria. Si bien los particulares podemos pasar por alto el rigor analítico antes de tomar decisiones dado que exigiría posiblemente un esfuerzo no compensando por los posibles beneficios, no sucede lo mismo con las decisiones que afectan a decenas de miles o millones de habitantes. Resultan especialmente dramáticos, por ejemplo, los trágicos errores cometidos por mandos militares bien formados, pero el análisis se podía hacer extensivo a cualquier otro ámbito de la vida social (Sutherland, 1999; Dixon, 2001).
El problema no se reduce a la dificultad de tomar decisiones racionalmente fundadas, por importante que sea. El hecho es que vivimos en sociedades que pretenden ser democráticas y en estas, para serlo, debe primar la discusión pública de las diferentes opciones políticas que los ciudadanos defienden para resolver los problemas de la sociedad y plantear proyectos de futuro. Una democracia, en tanto que lo es, tiene que ser una democracia participativa y para conseguirlo, entre otras cosas, es imprescindible que la gente sepa y pueda argumentar en público sus propias convicciones, confiando de ese modo que será la calidad de los argumentos la que pesará más en el momento de aplicar un determinado programa social y político. Esa exigencia de una buena argumentación es algo que ya vieron los griegos en su democracia y es lo que dio lugar a un florecimiento notable de la filosofía, la cual se presentaba como un camino adecuado para aprender a argumentar en los debates que se producían en el espacio público.
Puesto de forma muy simplificada, prácticamente todos los teóricos que se han preocupado por reflexionar sobre la democracia desde Grecia hasta nuestros días han estado de acuerdo en considerar que es necesario que la gente aprenda: a) a pensar por sí misma, tomando sus propias decisiones tras sosegada deliberación y sustentando sus ideas y creencias en razones bien fundadas; b) pensar en diálogo con las personas que le rodean, aceptando y teniendo en consideración las opiniones diferentes a las suyas que serán sometidas a riguroso escrutinio, dejando abierta la posibilidad de cambiar de opinión en la medida en que otras opiniones se muestren mejor fundadas que la nuestra; c) pensar de forma crítica y creativa, esto es, sometiendo a dura prueba argumentativa nuestras ideas y procurando buscar soluciones alternativas e innovadoras gracias a las cuales sea posible superar de una forma enriquecedora las dificultades a las que tenemos que hacer frente.
En este amplio campo tan vital para la persistencia de la democracia son también múltiples los errores o manifestaciones de irracionalidad que dificultan un aceptable nivel de lucidez. Obviamente debemos contar con todos los errores a los que hemos hecho indirecta alusión anteriormente, sólo teniendo en cuenta el ámbito en el que se producen y las consecuencias ampliadas que tienen. Por descontado que las personas, y de forma especial los políticos que se dedican a gestionar por delegación representativa, las preferencias de la población incurren en todo tipo de falacias y distorsiones cuando tratan de argumentar. Numerosas obras dedicadas al tema que nos ocupa en estos momentos se han fijado en el análisis de esas falacias cometidas en la discusión cotidiana de los políticos o personas influyentes en la política (Atienza, 2004).
Junto a eso están las innumerables distorsiones cognitivas, provocadas en general por las raíces sociales del propio pensamiento. El mundo no es percibido de la misma manera por personas con condiciones sociales diferentes o que ocupan posiciones diversas en la sociedad; también nos influye poderosamente el marco ideológico desde el que contemplamos la realidad y la analizamos. Eso resulta ya un tema recurrente en el pensamiento filosófico desde que Marx y otros autores llamaran la atención sobre el tema y desde entonces ha sido un permanente caballo de batalla, utilizado para descalificar las posiciones del contrario. El hecho es que esos prejuicios ideológicos tienden a dificultar nuestras capacidades racionales, empezando por las más sencillas como la simple (en realidad bien compleja) percepción de la realidad hasta la argumentación de las decisiones tomadas. El hecho se agrava porque, conscientes como somos de la importancia de la argumentación en la legitimación de las decisiones políticas, la distorsión se practica frecuentemente con la directa intención de engañar al contrario y de encubrir las auténticas intenciones de quien está argumentando.
Eso estaba ya claro para los griegos que vieron como más importante para la vida política dominar el arte de persuadir que el arte de convencer, actitud que desesperaba a Sócrates y Platón, pero que fue abordada con mayor tranquilidad por el propio Aristóteles quien dejó un manual seminal para el arte de la retórica, esto es, el arte de persuadir y convencer a un tiempo. En las sociedades actuales no es tanto la retórica lo que se utiliza como la más estricta y pura manipulación de la opinión pública (Chomsky y Ramonet, 1993). Por eso en este caso la tarea de cuidar la argumentación es doble. Debemos por un lado estar atentos para no incurrir nosotros mismos en el uso fraudulento de las falacias y las distorsiones, evitando por ejemplo los estereotipos ideológicos o raciales que tanto daño hacen cuando se convierte en prejuicios; al mismo tiempo debemos desarrollar una fina capacidad de descubrir las manipulaciones a las que constantemente estamos sometidos, tarea esta mucho más ardua y con menos posibilidades de éxito.
Es importante en todo caso llamar la atención de esta dimensión política de la capacidad de razonar puesto que es la que se sitúa posiblemente en el centro del programa de Filosofía para Niños. Lipman, al crear el programa, es consciente de su deuda  respecto a los planteamientos educativos de Dewey, de quien toma igualmente esa profunda imbricación entre educación y democracia (Lipman, 1991, sobre todo cap. 15). Es más, cuando relata biográficamente la génesis del programa llama la atención sobre el impacto que en él produjeron los violentos enfrentamientos en la sociedad de Estados Unidos durante los años 60. Fue en parte el catalizador que le llevó a prestar atención a la necesidad de aprender a razonar desde la infancia porque en ello se nos iba un modelo de sociedad (García Moriyón, 2002). Por aquellos años, otras propuestas de estimulación de la inteligencia en las escuelas partían más bien del interés por mejorar el rendimiento académico de Estados Unidos, en parte por el impacto que en esos planteamientos había supuesto el lanzamiento de un satélite por la Unión Soviética, hecho que se interpretó como una manifestación de la superioridad del sistema educativo ruso a la que había que dar una réplica adecuada. Como he dicho, Lipman, al igual, por ejemplo, que Pablo Freire, no minusvalora la importancia general de la estimulación de la inteligencia para el rendimiento académico, pero pone el énfasis en sus implicaciones políticas.
El arte de pensar
Partimos, por tanto, de una capacidad innata de razonar y de la necesidad de practicarla y desarrollarla para poder hacerlo mejor, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de errores de razonamiento que cometemos y las posibilidades de ser manipulados o persuadidos por argumentaciones bien presentadas, pero torticeramente erróneas o tendenciosas. Lo que nos toca en estos momentos es indagar un poco más cuáles son esas capacidades de razonamiento que deben centrar nuestra atención. Por el momento me he limitado a identificarlas con la inteligencia general, lo que los psicólogos suelen llamar inteligencia fluida, pero es obvio que es necesario ser un poco más precisos para delimitar algunas dimensiones específicas del razonamiento que tienen más que ver con lo que se llama inteligencia cristalizada, es decir, la que ha incorporado los procesos educativos y socializadores en general.
No pretendo ser demasiado riguroso en la enumeración de las dimensiones propias del razonamiento. En otra obra ya hemos hecho un trabajo de ese tipo en el que también me voy a basar para escribir estas líneas, pero sin bajar a los detalles que allí se llega (García Moriyón y otros, 2002). Ciertamente se pueden hacer clasificaciones o divisiones diversas y casi es posible encontrar tantas como autores se han dedicado a diseñar propuestas de trabajo encaminadas a mejorar la inteligencia o el razonamiento. Por eso me limito ahora a señalar grandes áreas de trabajo, teniendo en cuenta en especial aquellas que guardan relación con la filosofía y pasando por alto capacidades cognitivas que son abordadas desde otras disciplinas. En el siguiente apartado, cuando exponga la forma de mejorar el razonamiento en el aula, trataré esta cuestión con algo más de detalle.
Un primer gran bloque es el que tradicionalmente está incluido en el razonamiento formal, del que se han ocupado sustancialmente los lógicos y, por razones obvias, los  matemáticos. Quien se ha aproximado a la novela originaria del programa de Filosofía para Niños, El descubrimiento de Harry,  se encuentra para empezar con un elemental error de razonamiento que consiste precisamente en hacer una inversión incorrecta de las oraciones. En descargo del protagonista, y de todos nosotros que nos equivocamos de vez en cuando en parecidos términos, hay que decir que el lenguaje cotidiano no se presenta con la claridad que posee el lenguaje formalizado de la lógica, lo que favorece los errores. A lo largo de esa novela y del correspondiente manual, se van desbrozando algunos de los temas fundamentales de la lógica o razonamiento formal, lo que ya Aristóteles llamaba silogística y en la actualidad se llama más bien lógica de enunciados. A ello hay añadir el tratamiento específico que tiene la lógica de clases en Pixie y su manual. Basta con una rápida revisión de los dos manuales (Lipman, Sharp y Oscanyan 1988; Lipman, Sharp, 1989) para encontrar numerosos ejercicios encaminados a ayudar a los estudiantes para que mejoren su capacidad de razonamiento. La silogística, según los propios autores (Lipman, Sharp y Oscanyan 1980, p. 134), ayuda a los niños a mejorar su capacidad de pensamiento abstracto y les familiariza con normas fundamentales del razonamiento formal: la consistencia, la coherencia y la validez, entre otras. El test desarrollado por Lipman y Shipman para evaluar la aplicación del programa era un test centrado en las destrezas formales y se ha seguido utilizando insistentemente desde su creación en los años setenta.
No obstante, aun reconociendo el interés y la utilidad de estos planteamientos, el hecho es que la lógica formal no ocupa un espacio muy amplio en el programa. Cuando se tiene interés en hacer filosofía con los alumnos, el tiempo dedicado a las sutilezas del razonamiento formal suele parecer excesivo comparado con el que puede dedicarse a la discusión de cuestiones con mayor enjundia filosófica. Al mismo tiempo, y lo comentaré más adelante, el programa basa fundamentalmente su aplicación en la formación de una comunidad de investigación en la que las personas participantes, el alumnado y el profesorado que actúa de facilitador, discuten sobre temas de interés cuidando un razonamiento riguroso de sus puntos de vista. Por eso mismo ya en los planteamientos iniciales del programa y más todavía en su aplicación posterior, el razonamiento informal ha ido ocupando cada vez más espacio. En la novela El descubrimiento de Harry se encuentra ya una situación en la que se puede ver perfectamente los límites del razonamiento formal cuando no tiene en cuenta el contexto pragmático de la discusión.
Discuten los niños acerca de una afirmación contundente de Mark: todas las asignaturas son aburridas. María, acudiendo a la lógica pragmática, a la que se rige por las normas del discurso conversacional tal y como fueron expuestas por Grice y otros autores (Hierro, 1989, pp. 349-358), le replica con una argumentación impecable desde ese punto de vista: si digo que algunas asignaturas son aburridas, estoy implicando que otras no lo son. Harry, apegado a la lógica formal, le hace ver con algunos ejemplos que no es cierto, que nada se sigue del hecho de que yo afirme que algunas asignaturas son aburridas. Los dos, sin duda, tienen razón, el problema es que argumentan desde lógicas diferentes, o manejan un concepto diferente de la implicación. Si queremos mejorar el razonamiento de nuestros alumnos, lo mejor es hacerles percibir de un modo u otro las diferencias que existen entre ambas, y también las exigencias que se cumplen en las dos formas de argumentar (Miranda, 1995).
El paso, por tanto, se da hacia el razonamiento informal o de forma más generalizada hacia la argumentación. Se trata en este caso de averiguar cuáles son las razones que apoyan nuestras afirmaciones y ofrecer criterios para poder distinguir a continuación cuáles son razones más sólidas o buenas que otras. En la novela ya citada, los capítulos IX y X se aborda una muy interesante discusión acerca de la obligación de ponerse de pie durante el saludo a la bandera. Lo que se ofrece allí es una buena discusión entre los alumnos, con la profesora actuando como árbitro en el sentido de someter a crítica, cuando es necesario, la validez o solidez de los argumentos. El manual ofrece ejercicios y, lo que puede ser más importante, criterios para distinguir una buena razón de una mala. Según plantean Lipman y sus colaboradores cuatro son los criterios más importantes para saber si una razón es una buena razón: real (basada en datos y hechos reales), relevante, comprensible (ayudan a comprender la tesis defendida) y conocidas (el interlocutor las puede aceptar porque le resultan familiares). Es interesante también el enfoque de Toulmin ofrecido en la obra ya citada; para evaluar las razones en un proceso de argumentación hay que tener en cuenta la tesis defendida (“claim”), los fundamentos (“grounds”), los justificaciones ofrecidas (“warrants”), el respaldo que se puede aportar (“backing”), el grado en el que se está defendiendo la tesis (“modalities”) y las refutaciones o contraejemplos (“rebuttals”). Si citara otras obras, sería bastante probable encontrar una enumeración parcialmente diferente, aunque también muy parecida en lo básico.
Son dos los aspectos que me interesa destacar en lo que acabo de mencionar. El primero tiene que ver con una crítica que se hace con frecuencia a los programas que insisten sobre todo en cuidar el razonamiento favoreciendo un debate abierto entre el alumnado. Algunos consideran que son programas que inducen al relativismo en la medida en que la pluralidad de puntos de vista deja en el alumnado la sensación de que todo es válido y no es posible llegar a acuerdos o a una verdad que se proponga como respuestas a los problemas discutidos. Nada de eso hay en estos planteamientos precisamente porque lo que se pretende es acostumbrar a los estudiantes a evaluar los argumentos basándose en criterios compartidos y fundados y a descubrir de inmediato que no todas las opiniones son igualmente sostenibles dado que no todas pueden ofrecer la misma argumentación a su favor. Es más, en la práctica cotidiana se puede comprobar que uno de los procedimientos más sólidos para refutar las opiniones poco fundadas y las afirmaciones sesgadas, como pueden ser los prejuicios, es exigirle a alguien que sostiene una opinión de ese tipo que nos explique en qué se basa. Si se acepta entrar en la discusión, las ocurrencias dejan paso a los puntos de vista, y se dicen menos barbaridades o tonterías. No quiero decir con eso que gracias a la discusión bien fundada vayamos a acabar con los prejuicios y las ideas descabelladas; el problema de la contumacia personal, de las ideologías en su sentido fuerte, es bastante más complicado y sería iluso pensar que la gente en general y de forma habitual modificaría sus opiniones sólo porque  se hubiera dado cuenta de que no estaban bien fundadas. El problema es que somos algo menos racionales de lo que sería bueno esperar; como decía Bertrand Russell: “El hombre es un animal crédulo y necesita creer en algo. Cuando carece de buenas razones para creer se conforma con las malas” (citado por Sutherland, 1996, pág. 369). Además, como bien señala Bandura (Bandura, 1991, PP. 67-96) hay algo muy característico de los seres humanos, más marcado cuanto más han desarrollado su inteligencia: la capacidad de defender racionalmente lo que conviene a sus intereses. Algo de eso ya había dicho Nietzsche, pero también ha sido un tema recurrente en la teoría crítica de los filósofos de Frankfurt y el mismo Lipman subraya la insuficiencia de un desarrollo de la capacidad racional que no vaya apoyado en otras consideraciones (Lipman, 1989).
El segundo aspecto que merece nuestra atención es el hecho de que es prácticamente imposible argumentar en solitario. Argumentar lleva consigo dialogar con otras personas y además que existan de hecho opiniones divergentes o enfrentadas sobre un tema, cada una de ellas avalada por sus propias razones de acuerdo con los criterios que acabo de mencionar. En la filosofía medieval se convirtió la argumentación en uno de los pilares del sistema educativo e intelectual, hasta el punto de que las famosas “quaestionae disputatae” ocupaban un lugar preferente en la práctica docente. Para mejorar la capacidad de argumentar se pedía a los alumnos que hicieran un esfuerzo por entender no sólo la propia posición, sino también la contraria, y en esto se incluía la comprensión de los argumentos en los que se basaba esa opinión y su posterior refutación. Sólo en una comunidad ideal de hablantes, bien sea al estilo habermasiano o al más específico de la comunidad de investigación propuesta por Lipman, se puede dar la argumentación, puesto que es en ese contexto donde se está en presencia de problemas para los que hay más de una opinión y se acepta el debate abierto encaminado a descubrir, si fuera posible, cuál de las respuestas está mejor fundada. No es de extrañar, por tanto, que desde siempre se haya establecido un profundo nexo entre argumentación y democracia, algo en lo que se insiste en la actualidad (Plantin, 1996). Lo que puede ser más extraño, y a ello volveré en el siguiente apartado, es que en el actual sistema educativo se haya prestado más atención a las capacidades cognitivas asociadas con la explicación que a las que se necesitan para una buena argumentación. En la explicación no hay un problema con diversas soluciones, sino más bien una tesis social o científicamente admitida que la persona que sabe más debe aclarar (explicar) a quien sabe menos para garantizar una buena comprensión de dicha tesis (Ruiz y Tusón, 2002).
Nuestro enfoque, por tanto, pone el énfasis en el desarrollo del razonamiento informal, sin descuidar el razonamiento formal, entre otras cosas porque los rasgos generales que antes le atribuí están igualmente presentes en un razonamiento informal bien desarrollado. No obstante, aunque ya he dicho que no iba a tratarlo con detalle porque lo hemos expuesto en un trabajo muy amplio que desborda el alcance de este artículo, conviene completar lo que acabo de exponer con un enfoque diferente, el que presta atención a las dimensiones específicas que caracterizan esa capacidad de razonar. El fallo en este sentido consiste en que cada autor selecciona el grupo de destrezas que le parece oportuno sin que haya un acuerdo amplio entre los expertos. Por eso mismo considero importante la aportación de dos autores que se han esforzado por unificar criterios y han ofrecido una enumeración de destrezas basándose en un amplio estudio de aquellas que han sido confirmadas en más de una investigación y por más de un equipo de investigadores (Royce y Powell, 1983). Como ya hicimos en el libro ya citado (García y otros, 2002), selecciono aquellas elementos cognitivos que señalan Royce y Powell y que están presentes en un programa de aprender a razonar como  filosofía para niños.
Dentro de las capacidades cognitivas básicas, hay dos elementos que aparecen dentro del componente más genérico de razonamiento, entendido este como la capacidad de generar conceptos abstractos extrayendo información sobre sus relaciones y expresándola en proposiciones. Estos dos elementos son el razonamiento deductivo e inductivo, pues son los que permiten deducir las consecuencias que se derivan de unos principios que consideramos aceptables e inducir principios generales a partir de las experiencias concretas que vamos teniendo. Ambos factores tiene bastante importancia en dos ingredientes fundamentales que definen una persona razonable: la capacidad de prever las consecuencias de nuestros actos y la selección de los medios que nos permitan alcanzar los fines propuestos. Un tercer elemento del razonamiento es la fluidez espontánea, definida como la habilidad para relacionar distintas ideas o argumentos y para formar varios agrupamientos lógicos,  transformando estructuras proposicionales en determinadas formas alternativas.
Un segundo componente es la fluidez; supone una serie de capacidades de producción divergente, es decir, un procesamiento creativo para expresar relaciones contextuales entre perceptos, contextos y sentimientos. Aquí se incluye la capacidad de producir ideas rápidamente sobre un objeto o condición (fluidez de ideas), la capacidad de encontrar rápidamente una expresión adecuada dados unos requisitos estructurales (fluidez expresiva). Además de estas podemos encontrar la redefinición semántica (imaginar diferentes funciones para determinados objetos o algunas de sus partes para usarlos después de un modo novedoso), y la sensibilidad a los problemas (habilidad para imaginar problemas asociados con un cambio en algún objeto). Como es obvio, la fluidez está claramente relacionada con otro de los componentes muy importes en las capacidades cognitivas, la imaginación, cuyo elemento más significativo en nuestro enfoque es el pensamiento divergente o la creatividad. El contexto en el que se desarrolla la acción de los seres humanos suele ser complejo y abierto, lo que exige, para poder alcanzar las metas que nos proponemos, que seamos capaces de mostrar, además de la fluidez antes mencionada en sus diversos aspectos, una capacidad de introducir conceptualizaciones novedosas e inusuales, redefiniendo a veces completamente los materiales de que disponemos, sus usos funciones y aplicaciones.
Dejo para el final el componente en cierto sentido más elemental de las capacidades cognitivas, el verbal, cuyo elemento significativo es la comprensión verbal, tanto escrita como oral. Las estrechas relaciones entre pensamiento y lenguaje se resaltan más en un programa que da una enorme importancia al uso del lenguaje, procurando incrementar la precisión conceptual y la capacidad de analizar los conceptos que utilizamos en nuestra reflexión y en los procesos de argumentación.
Siguiendo la teoría que he aceptado como orientación en esta exposición, debemos prestar igualmente atención a los estilos y los valores cognitivos. Los sistemas de Estilo y de Valores también tienen un carácter central, pero juegan más de un papel integrador o auto-organizativo en el funcionamiento general: los estilos coordinan diversos modos de procesamiento de información, mientras que los valores tienen que ver con el contenido de las actividades de procesamiento y con metas de largo alcance. Pues bien, dentro de los estilos cognitivos, se diferencian tres subsistemas, el racional, el empírico y el metafórico, cada uno con elementos relevantes para el desarrollo de personas razonables. Es necesario, por ejemplo, poseer una determinada complejidad cognitiva, dado que las personas complejas hacen más distinciones y éstas son más complejas; aplican y relacionan la nueva información con el conocimiento previo, diferencian e integran los constructos personales con respecto al ambiente y mantienen la consistencia y la coherencia. Es igualmente importante la amplitud categorial en la medida en que esta nos permite valorar similitudes y analogías y nos hace elaborar discriminaciones más sutiles en el uso de los conceptos. En la misma línea estarían la capacidad de diferenciación conceptual (entendida como capacidad de discriminar conceptos, realizando distinciones más precisas y relevantes en los problemas que abordamos) y la integración conceptual, que implica la capacidad de relacionar conceptos e integrarlos en un conjunto coherente, y eso lo hace con la necesaria amplitud de miras que le permite incluir en sus reflexiones ideas procedentes de diferentes fuentes.
Termino esta apretada enumeración mencionando los valores cognitivos que seleccionan el contenido de la información; constituyen la base de los “estilos de vida” del individuo y tiene como meta decidir qué hay que conocer del mundo. Los intereses pueden ser estimulados mediante una variedad de situaciones externa, pero una vez estimulados dirigen la cognición hacia el procesamiento de actividades consistentes con las metas del individuo. Esto significa que una persona cuya educación cognitiva no ha sido impunemente descuidada,  mantiene siempre un claro interés por ampliar su campo de conocimiento, dirigido de forma especial al conocimiento de su propia persona, así como del contexto social y político en el que vive. Amplia su interés por la comunicación escrita y por los medios que emplean la palabra escrita, por las instituciones y prácticas de gobierno, por la consecución de metas concretas, por la excitación que supone tomar riesgos y por las actividades relacionadas con la fauna y el aire libre y además aprende a valorar cognitivamente la empresa científica y las relaciones sociales.
Es relevante incluir esta mención a los valores que tienen que ver con el ámbito cognitivo para recordar dos principios que deben ser tenidos en cuenta. Está claro que se puede distinguir un ámbito cognitivo de la personalidad y otro afectivo, y que se puede poner mayor énfasis en uno u otro cuando realizamos una intervención educativa. Eso no quiere decir en absoluto que en la vida cotidiana vayan separados; algunos de los errores a los que hacia alusión en el apartado anterior proceden sin duda del impacto que tienen las dimensiones afectivas en el ejercicio del razonamiento. La separación metodológica y analítica de los dos grandes ámbitos de la personalidad no debe llevarse demasiado lejos. Por otra parte, existe una posición filosófica profundamente arraigada en la filosofía que defiende una nítida separación entre los hechos y los valores, quedando los primeros sobre todo bajo el dominio de las capacidades cognitivas y los segundos en el ámbito afectivo, por no decir de la pura subjetividad. No es esa la posición que aquí se adopta y no estaría nada mal leer o releer las agudas aportaciones de Dewey al respecto (Dewey, 1939), una obra publicada originariamente en el marco de la Enciclopedia Internacional de la ciencia Unificada que dirigía Otto Neurath, referencia interesante para los especialistas en filosofía. No es posible seguir explorando este tema, pero convenía al menos mencionarlo.
Una propuesta pedagógica
En el apartado anterior hemos podido seguir una enumeración aclaratoria de todo lo que nos planteamos cuando intentemos conseguir que nuestro alumnado, y también el profesorado o los adultos en general, lleguen a ser personas razonables. Y, tal y como lo he expuesto, creo que puede quedar relativamente claro que se nos va la vida en ello, al menos una vida dotada de sentido. Como siempre ocurre en educación, fijar los objetivos que se pretenden alcanzar no plantea especiales dificultades; la más ardua posiblemente sea la de seleccionar entre los muchos que pueden plantearse aquellos que sean más importantes y más fundamentales, para no recargar excesivamente el trabajo del alumnado que tampoco dispone de un tiempo ilimitado.
Saber razonar, en el amplio sentido en el que aquí lo he expuesto, puede fácilmente ser considerado como uno de esos objetivos irrenunciables, y así ha sido reconocido en general desde los inicios de la escolarización obligatoria allá por las últimas décadas del siglo XIX. Así se hace constar en las propuestas que gozan de mayor proyección mundial, como las que hace periódicamente la UNESCO (Delors, 1996), o en cualquiera de los programas con los que cualquier Ministerio de  Educación que se precie presenta sus objetivos educativos y los aspectos del sistema en los que más quiere insistir.  Casi podíamos decir que forma parte del vocabulario políticamente correcto y nadie, absolutamente nadie, se atrevería a proponer algo diferente, mucho menos afirmar, como se comenta que hacía un letrero a las puertas de una universidad española en el siglo XIX, que es necesario alejar de las aulas la nefasta manía de pensar. Otra cosa e